Luis Javier Hernández Carmona*
La historia y la ficción se refieren a la acción humana, aunque lo hagan en función de pretensiones referenciales diferentes. Sólo la historia puede desarrollar su pretensión referencial en conformidad con las reglas de la evidencia empírica propias de las ciencias.
Paul Ricoeur.
Historia y literatura son formas de simular el mundo; formas que están emparentadas por la narratividad o el recurso a través del cual es posible hacer visibles las imágenes que sirven para nombrar lo percibido. En todo caso, la narración/enunciación es quien permite darle fisonomía a los acontecimientos a partir del sentido otorgado por el sujeto enunciante-atribuyente involucrado en un proceso intersubjetivo para relacionar su mundo íntimo con los espacios públicos y privados. Bajo este proceso de creación de realidades surge la simulación como espacio sígnico para permitir al sujeto representarse y ser representado desde la historia y la ficción; unas veces intentando la simbolización de lo real; otras tras el vuelo de la utopía que pareciera contener las claves para encontrar los pasos perdidos. Y el mayor ejemplo de esa dialéctica discursiva la encontramos encarnada en América, el continente nacido bajo los arpegios de la magia y la maravilla.
Ciertamente América es el continente que nace bajo el correlato historia-ficción, donde los imaginarios están soportados indistintamente por la conciencia histórica o la conciencia mítica; surgiendo realidades alucinadas soportadas por las ‘Comala’ y los ‘Macondo’; realidades que desde las certezas literarias van a convertirse en referencialidades históricas, donde situaciones de lo inverosímil asumen variables veridictivas en el discurso narrativo latinoamericano para especificar elementos identitarios y contar la historia en perspectivas diferentes; que para efectos de esta reflexión llamaré circunstancialidades enunciativas.
Entendidas estas circunstancialidades enunciativas como los tiempos y espacios configurantes del presente narrativo donde convergen el referente histórico y los procedimientos estéticos para construir las certezas literarias, y en ese instante narrativo es donde lo estrictamente ficcional va a emparentarse con lo crasamente histórico. De allí que el imaginario literario sea una sincrética aleación para permitir la reescritura del referente histórico y su adaptación dentro de los mecanismos de simulación de lo real a través de lo imaginario. Porque es menester referir que cuando surge la narración como principio para construir mundos posibles, la imaginación asume la escena a partir de diversas y sucesivas lógicas de sentido desbordando lo rutinario o convencionalmente histórico.
En consecuencia, dentro de estas circunstancialidades enunciativas podemos distinguir dos tipos; las reales y las simuladas, pero en ambos casos, estamos frente a la construcción de imaginarios a través de mundos narrados donde convergen lo intra e intersubjetivo; entendiendo a modo de situaciones comunicativas reales: la cultura, lo histórico, social, mítico, económico, político; es decir, a esos imaginarios reales que conforman la exterioridad y contextualización de lo real, que además de establecer relaciones de objetividad y certeza, sirven para legitimar los discursos estéticos. Asimismo los elementos reales conjugan las articulaciones de lo intrasubjetivo donde el ser se encuentra consigo mismo en el desdoblamiento del discurso metafórico e incorpora el cuerpo como espacio semiótico y de autoreconocimiento, permitiendo la inserción de la sensibilidad a manera y razón de principio identitario a reforzarse dentro del cuerpo mismo, la conciencia mítica y los estados del sujeto dentro de los espacios de lo íntimo.
Por su parte, las simuladas están referidas a las construidas dentro de la certeza literaria y permiten transgredir la historia conmemorativa y formal; pudiendo ilustrar este procedimiento con la inversión de la causalidad histórica a través del centramiento textual en el mundo íntimo del personaje y no en el acontecimiento histórico. Ello ocurre en El general en su laberinto (1989) del nobel colombiano Gabriel García Márquez; donde la imagen del Libertador Simón Bolívar está deslastrada de las glorias épicas y centrada en el cuerpo angustiado y enfermo, deambulante por espacios físicos-geográficos; ambientes lúgubres que presagian la imposibilidad del personaje para lograr lo pretendido. Y es que la historia vista desde los personajes cambia diametralmente los enfoques, porque allí ingresa el cuerpo a manera de gran deconstructor de la historia, y lo patémico hace aflorar categorías que la visión sobre el héroe oculta; pudiendo mencionar entre ellas: la vejez, debilidad, pasión, erotismo.
En los últimos tiempos, la literatura a partir de la nostalgia ha refigurado el referente histórico haciendo hincapié en la reconversión de la historia del sujeto como Ser sufriente-padeciente, y no un ser invencible, héroe cosificado en los anales histórico-conmemorativos, sino bajo el planteamiento de la transmigración del referente histórico a partir de los espacios de lo íntimo de los sujetos atribuyentes (autor, narrador, personajes) y la conversión en certeza literaria, la otra forma de contar la historia.
De este modo la literatura devuelve al héroe lo profundamente humano que le arrebata la historia para permitir de esta manera la creación de la cotidianidad narrativa desde las subjetividades y el desdoblamiento del sujeto enunciante en personaje o narrador. Espacios del desdoblamiento entre lo real y lo ficcional para propiciar los constructos de la enunciación en las metáforas del sujeto; entonces nos encontramos frente a la alternativa de reconfigurar la historia en medio de un sinfín de posibilidades haciéndola infinita e impostergable en la redimensión de los sujetos intervinientes en el intercambio ficcional y la convergencia de los tiempos en el espacio narrativo.
La anterior evidencia permite especular sobre la debilidad de la historia soportada en la necesidad de reinventarse en el discurso narrativo, o más bien, imaginativo, donde la simulación de situaciones se convierte en la teatralización de la historia sistematizada como certeza literaria. En función de ello acudo a la novela Las lanzas coloradas (1931) del venezolano Arturo Uslar Pietri; quien introduce en su trama textual un personaje no reconocido históricamente: Presentación Campos, quien transgrede el referente histórico violentando los principios esenciales de la guerra de la independencia mediante el desafío a las clases sociales gobernantes; resaltando dentro del orden argumental su cualidad de ser el único personaje que es capaz de dejarse amar y cuidar por una mujer: La Carvajala.
Entonces la inserción del personaje netamente ficcional da ‘giros narrativos’ a la historia textual y la lleva hacia los espacios de las posibilidades, porque ahora el enfoque surge desde el personaje y su visión patemizada de la realidad, donde la historia asumida como real, solo sirve para legitimar el constructo ficcional, la nueva certeza de la historia construida desde la literatura.
De allí la literatura es la interrelación de sensibilidades manifestadas en las esferas más íntimas de los enunciantes a través de diferentes procedimientos estéticos que la hacen ocultarse/revelarse en exquisito juego simbólico, posibilitando la convergencia sígnica dentro de una semiosis infinita para enriquecer las obras y los autores en el transcurso del tiempo y la historia. Por ello, historia y literatura comparten sus esfuerzos por simular el mundo; ser simulaciones de espacios simbólicos en medio de la realidad que establece un pacto ficcional para convertirlas en certeza; certeza a manera de vínculo entre centros y periferias, donde la historia narrada desde la formalidad es el centro; discurso del poder e intenta demarcar los horizontes de las sociedades que la asumen a modo de perfil ético-moral.
Hoy día, el referente histórico se ha convertido en elemento transgresivo de la causalidad conmemorativa de la historia y al ser transpuesto en certeza literaria permite cuestionar paradigmas sobre la fundación de mundos posibles sustentados por la veridicción otorgada por la trama literaria. En interesante proceso de conversión, los héroes se humanizan a partir de sus carencias y debilidades, se hacen seres sensibles y cuestionan los estatutos de lo objetivo a través de lo profundamente humano. Ya no son héroes, ni personajes anclados a un tiempo pasado, sino que el pasado es una historia que recién comienza a ser contada en el discurso estético.
En este sentido la literatura rescata los sujetos periféricos y fronterizos desde los olvidos de la historia para construir certezas literarias, que como periferias abordan en momentos narrativos a esos centros y los hacen vulnerables, o por lo menos, objetos de reflexión para llevar a los lectores a encontrarse frente a la ‘otra’ cara de la historia; la historia vista desde las dimensiones de lo humano y la transgresión de los cánones a partir de la ficción narrativa donde las certezas se tambalean aún más, y la historia se hace otra a través de la conversión de la palabra en imaginación, y la imaginación, rico juego de máscaras que asaltan la razón.
En tal sentido la literatura es un acto de enunciar que crea ‘valor argumental’, bien sea desde la realidad o la ficción, pero siempre haciendo converger de manera natural historia y ficción a manera de mundos paralelos e interactuantes; campos enunciativos que crean la certeza literaria. Más aún cuando en el acto de narrar, los enunciantes hacen del pasado su espacio enunciativo por excelencia, respondiendo ello a la necesidad subjetiva que pretende llenar los espacios del presente a partir de las certezas del pasado. Por lo tanto, la historia es una resignificación donde los seres se autoreconocen estableciendo las bases para establecer relaciones intersubjetivas con los otros, y la historia es la gran confluencia de la memoria a ser construida desde diferentes ángulos, y allí aparece la riqueza del discurso narrativo y su poder de simulación.
Asimismo dentro de los espacios enunciativos el pasado es la historia que comienza a contarse cuando es enunciado, y los referentes reales son las bases estructurales de las certezas literarias conjugadas con la ficción devenida en argumentabilidad estética, donde los referentes históricos son por excelencia las fórmulas de narrar el mundo. Todo esto parece confirmar la sustentación de los referentes históricos como el mayor reflejo de la epicidad del hombre disuelta en el transcurrir de los tiempos y convertida en la forma de expresar la gloria humana alcanzada a través de las acciones heroicas narradas en función de lo testimonial.
De allí que la propuesta esencial radica en ver la simulación como un horizonte lleno de posibilidades, y no en el simple ejercicio retórico para constituirse en una realidad reducida, sino más bien, procurar un pacto ficcional con un lector capaz de enfrentarse a un sistema de representación y desde allí crear una lógica de significación a partir de un texto, donde simular es historiar, imaginar y narrar desde los referentes históricos resemantizados a través del discurso literario. Porque simular es un don natural del hombre que ha encontrado en la palabra y la imaginación sus medios predilectos de expresión; expresión imaginada para crear mundos alternativos donde la referencialidad está acantonada más allá de lo estrictamente literal. Interpretación que puede estar soportada por los contenidos desarrollados o los recursos estilísticos utilizados en la creación del discurso estético, y donde perfectamente podemos señalar que la historia imita al arte e irremediablemente sus fronteras están entrecruzadas en la literatura y su afán por habitar el mundo.
Por ello podemos hablar de una territorialización de la sensibilidad dentro de la configuración de esos universos simbólicos e imaginarios, tales como: la historia, la ficción, el mito, el mundo onírico, y fundamentalmente, la memoria en calidad de recurso no solamente de almacenaje de recuerdos, experiencias o conocimientos; sino también a manera de autorreconocimiento del sujeto dentro de su campo patémico. Aquí se puede ilustrar esa estructuración simbólica revisando las concepciones o perspectivas de la historia, bien sea desde la universalidad, o en función a una contextualización regional determinada; teniendo todo esto que ver con los reconocimientos del ser enunciante en su principio identitario.
He allí las grandes diferencias entre historia universal, historia nacional, o historia de la patria chica; tres formas de narrar realidades, construir imaginarios desde diferentes circunstancialidades emotivo-enunciativas, donde todas buscan un grado de objetivación en el registro de los hechos, al mismo tiempo, difieren de los puntos de abordaje cuando la necesidad subjetiva regenta el hilo del discurso. Y allí las historias de la patria chica tocan más de cerca a los individuos, allí la subjetivación es mayor porque no se trata de un acto de simple registro de acontecimientos, sino que el discurso está soportado por una profunda carga afectiva, creando una semiosis donde el subjetivar es un procedimiento para situar lo comprendido, respondiendo a un acto profundamente hermenéutico.
Desde esta perspectiva, la literatura es la lectura de la sensibilidad desdoblada en alternativas de interpretación en función de los sujetos sensibles y sus posibilidades de significación-resignificación desencadenadas en la racionalidad subjetivada que comporta todo acto de lectura. El acto enunciativo paralelo al decurso histórico para intervenir esa realidad y construir imaginarios que contemplen en su seno la historia y la ficción como procedimientos estéticos para leer el mundo.
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