La crónica menor / SANTO AMIGO

Mons. Baltazar Enrique Porras Cardozo

Generalmente se tiene la idea de que la santidad es algo tan raro y lejano que no está a nuestro alcance. Las vidas de muchos santos se nos han presentado como las hazañas de superhombres que generan admiración pero no siempre imitación. La beatificación de Juan Pablo II nos presenta otra cara, muy distinta, fresca, cercana, amable, de la santidad.
En primer lugar, un santo de nuestros días. El carisma de Juan Pablo llegó a casi todo el mundo “en vivo y directo”. Sus múltiples viajes, sus encuentros multitudinarios con gente de todas las culturas y religiones, su imagen, serena y preocupada por los derechos humanos. Todo ello lo vivía como exigencia de su vocación cristiana y de la misión de apacentar, es decir, cuidar y acompañar a los creyentes en la aventura de ser esperanza para el mundo.
De alguna manera la beatificación de Juan Pablo II rompe todos los moldes. Es probable que no haya habido otra persona con más contactos directos e indirectos con buena parte de la humanidad. Y aunque nadie es pepita de oro para contentar a todos, su elevación a los altares es una bocanada de aire fresco en un mundo reseco de desesperanzas y desilusiones.
Los testimonios de alegría que se recogen a diario no son otra cosa sino el sentir que “se ha tocado la gloria”, que la santidad es posible verla, palparla, y por qué no, seguir sus huellas a través del recorrido vital de un hombre venido de lejanas tierras, de su Polonia sufrida y sometida a tantas dictaduras, la más penosa de todas, la comunista del siglo XX. Pero más pudo la fe y el coraje de un pueblo para el que la fe cristiana es parte de su identidad.
Doy gracias a Dios por haber tenido la dicha inmerecida de haber podido compartir tantos momentos cercanos con el gran Juan Pablo II. Los dos viajes apostólicos a Venezuela, en el 85 y el 96, en mi calidad de presidente de la comisión organizadora, fue una ocasión para comprobar la serenidad de espíritu, la hondura de un creyente sencillo a pesar de estar en la cumbre, preocupado por todo y por uno, antes que por sí mismo.
Con razón, el orbe siente a Juan Pablo como el Papa amigo, ahora el santo amigo, en quien se pueden confiar las cuitas diarias para encontrar el solaz, la paz y el coraje que da la fe. Juan Pablo, ruega por nosotros, por Venezuela, por el mundo, por la Iglesia. Amén.
26-4-11 (2362)

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