*Alexis
Urbina
Si me guio por su nombre, lo
primero que se viene a la cabeza, es el nombre de una isla portuguesa. Pero
realmente Madeira, es más que una isla, un recuerdo. Una mujer especial. Tenía
la irreverencia del andino, la petulancia agreste de quien pretende saberlo
todo, además de la incongruencia de su nombre -igual pudo haberse llamado
Italia, Francia, o quizás hasta Bélgica-, sin embargo debo señalar, que era más
criolla que el turpial. Al mismo tiempo, se podía percibir en ella, alguna pasantía
por el centro del país y sobre todo, la elocuencia que
poseen las personas que gustan de la lectura. Era así una amante de la poesía,
por lo que hablaba como algo común de Baudelaire, de Rimbaud, de Guillén, de
Vitier o de Fernández Retamar; nunca de Saramago. Y para hacer más cosmopolita
su personalidad, gustaba de la buena música; o mejor dicho le deleitaba, aunque
no sé si sabia de la existencia del fado.
En sus expresiones no había
extravagancias ni altisonancias, sólo salía a relucir su nombre: Madeira, ese
pedazo de la Europa insular paseándose por Venezuela. De esa época, tan cercana
en mi memoria, como tan lejana en años, tengo muchos recuerdos, unos más
prolijos que otros. Por ejemplo, uno de esos días de tropel fuimos a ver el
trapío que tienen los toros de lidia, una corrida de toros, el toreo en su
máxima expresión, o lo que es lo mismo, el corazón de la España profunda. Para
algunos, entre lo que me incluyo, es una fiesta, mientras que para otros es la
apología a la muerte, una especie de perversidad minotauriana; realmente no sé
quien tiene la razón, lo cierto, que fuimos a una corrida, en una de esas
tardes en que Mérida y el dios Sol, se hacen uno sólo.
Ya en la plaza de toros pudimos
ver la corneada que sufrió el torero español Antonio José Galán. La tarde
transcurría entre vinos y licores, haciendo uso de un aparejo muy español, como
es la bota,
una especie de cuero contenedor de la mezcla de los elixires etílicos. Y por
supuesto, fácilmente nos dirigimos a los dominios del dios Baco, padre eterno
de la uva, la caña, la cebada y la malta fermentadas, con la potestad de
cambiar en los humanos la perspectiva del mundo.
Puedo decir, que en ese momento,
estaba yo en las riberas donde el Duero se
transforma Douro,
porque estaba disfrutado por un lado de la España señorial -casi en El
Escorial, acompañado por Madeira y por los gritos de la muchedumbre de óle,
óle, óle-, y por otra parte pisaba Portugal, aunque solamente fuese un
nombre -digresiones de la vida-. No más está decirlo, España y Portugal unidos
en la Plaza Román
Eduardo Sándia de
Mérida -la venezolana, no la extremeña, ni la yucateca–; por supuesto que no
nos encontrábamos en la Monumental de las Ventas, ni
tampoco viendo el rejoneo o toreo de Jaca
que se lleva a cabo en tierras lusas, sino acá en este otro lado del charco, en
los dominios de la diosa Chía del
ande venezolano, en los vítores grisáceos de la leyenda de las cinco águilas
blancas de don Tulio.
Al día siguiente de haber ido a
la tarde de toros, pude ver que los diarios locales titularon como “monumental”
la faena del francés Nimeño II, en la que el diestro logró el indulto del toro.
No hay mayor desafiante atino, en la historia de la humanidad, que el indulto
de un toro, puesto que, salir vivo de la plaza un astado es la hazaña más
memorable que se pueda vivir, es como salir vivo en una guerra, cuando se está
luchando contra el enemigo en la primera línea de combate -vene, vidi vinci-.
Lo cierto, que entre muletazos, pases de pecho, girondinas, Nimeño II logró
convencer a toda la plaza incluyendo a la Presidencia -así se llama en el mundo
taurino a quien tiene la potestad de dirigir todo lo referente a una corrida-.
Sólo doce minutos dura una faena, en ella puede pasar de todo: toreros
corneados, correr la sangre por la arena, como en las líneas escritas por
Hemingway aludiendo el piso manchado de rojo, puede el toro saltar las tablas y
salirse hacia el pasillo o peor aun hacia las tribunas y en última instancia,
puede llegar no sólo a sentirse en la plaza, el rigor
mortis del
toro o del torero.
Poco a poco me fui haciendo
aficionado a la fiesta brava en máxima expresión. Ahí estaba ese lugar en que
en muchas tardes se daba la fusión entre Portugal y España, eran lusos e
ibéricos juntos. Digo
que me fui haciendo aficionado, porque en la terminología taurina, ser
aficionado es ser experto en toros, es saber sobre la esencia de la corrida; al
fin y al cabo un título “académico” extraño de obtener debido a que uno mismo
es quien se lo otorga. Se produce el fenómeno interno, en el que, en nombre de
no se cual República -me imagino que la de España- y por autoridad de mí propia
ley me otorgo el título de aficionado taurino –yoismo al ciento por ciento–, o
como dice un amigo: ego,
maldito ego.
Por otro lado, la amistad, con
Madeira, producía
otro encuentro -ya no en la península ibérica-, esta unión era entre galos y
lusos. Si, así como lo digo, una confluencia cultural entre franceses y portugueses.
Que les puedo decir, esto se daba en la visitas sabatinas a una tasca que por nombre
tenía el muy gutural y afrancesado nombre de Le Petit París, lo mejor de
París, la ciudad luz en
Mérida -no en catorce horas de vuelo-, sino en apenas minutos del centro, vía
al Parque
Los Chorros de Milla. Era una tasca, sombría, casi decadente, que
ya había pasado sus mejores tiempos y que como todo lo decadente, gustaba mucho
a los estudiantes universitarios. No sé el por qué tenía este alusivo nombre,
puesto que para nada se escuchaba dentro sus espacios música francesa, y puedo
dar fe, nunca bailé bajó los acordes de música de Edith Piaf o Charles
Aznavour; la música que el disk jockey colocaba para escuchar y bailar,
iba desde Rubén Blades, las Estrellas de Fania, hasta Los Melódicos y
Fernandito Villalona; igualmente, era la época de Adrenalina Caribe. También se
escuchaba música en inglés como: Escaleras al cielo de
Led Zepellin, Eclipse
total del amor de
Bonnie Tyler, o la infaltable Hotel California.
Tampoco había en su decoración,
algún objeto que hiciera alusión a Francia. Ni una banderita francesa a la
vista o escondida, ni una foto de la torre Eiffel (cómo se sentiría de ofendido
Gustave Eiffel, que en lo mejor de un Paris cualquiera, no estuviera a la vista
de todos, su famosa torre). Algo así, como ir a una tasca española, y no se vea
un cartel de toros en la pared, ni una banderilla, ni un jamón serrano, aunque
sea en versión plástico o cerámica, o por lo menos, el olor a papas de una
tortilla con chistorras.
Así era Le
Petit Paris. Más alemana que francesa, con más cerveza que vino, lo más
digno de la cultura alemana. Un Le petit Octuber
Fest más
bávaro que parisino, alejado de los bares y cafés de alguna rue de
Montmartre. Un Le
Petit hibrido
y tropical.
Ya hablando de Madeira, había una
canción que hacía honor a su nombre, y siempre sonaba religiosamente -casi en
los albores de la cotidianidad-. Cada noche del sábado, el disk jockey hacia
juego con el canto de Yordano di Marzo -sonoridades de la trova nocturna-. Eran
cantos nada parecidos a las notoriedades acústicas del fado. Y por muchos años
las estrofas de Madera
Fina eran
para mí un conjunto de apotegmas, cadenciosas, poseedoras de las disparidades
sonoras de una confluencia musical que representó la época de los ochenta. Sin
embargo, lo mejor de todo era la unión que se producía entre el nombre de
Madeira y la Madera
fina de
Yordano, eso me permitía tomarme no sólo la cerveza, sino la licencia musical,
de inventarme mi propia canción, Madeira fina.
*Docente,
periodista y abogado
1 Comentarios
Excelente composición e imaginación para resaltar un lugar y a la vez traer a la memoria tan bonitos recuerdos de la época universitaria. Felicitaciones
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