Mi único país es mi memoria y no tiene himnos
Alejandra Pizarnik
Migrar no es simplemente una movilidad física, es un intrincado proceso que involucra complejas aristas dentro de un escenario donde lo simbólico es de suma importancia.
Quizá ese aspecto no es muy considerado al momento de hacer interpretaciones sobre la migración, pues sus enfoques están determinados esencialmente por los impactos demográficos o las implicaciones sociohistóricas para los países involucrados. Pero hoy día, con la aparición de la Internet y la articulación de las redes sociales como mecanismos de comunicación de amplias y profundas ventajas por su manifestación en tiempo real, e incorporación de recursos gráficos, la dimensión simbólica de la dialéctica migratoria, es cada vez más evidente y representativa.
Reconozco en este sentido lo simbólico, a modo de construcciones referenciales que atan a un conglomerado humano desde lo íntimo-personal, para unirlo a partir de incidencias patémicas o corresponsabilidades afectivas; tal es el caso de la migración de un hijo.
Parafraseando a Andrés Eloy Blanco: cuando se tiene un hijo, se tienen todos los hijos del mundo, y en específico, al migrar, se acentúan los mecanismos para atenuar las distancias a través de diversos mecanismos de resarcimiento de la ausencia, e indudablemente, las redes sociales, son en este momento, el gran escenario simbólico de los migrantes.
Sí, de los migrantes, en plural, no solo por quienes marchan sino también por los que se quedan, los llamados migrantes pasivos, porque ciertamente no se movilizan físicamente, pero sí simbólicamente para acompañar en la travesía emprendida, son compañeros de viaje en muchos aspectos y medidas, desde la oración sentida hasta la esperanza de volver en un tiempo perentorio a reencontrarse físicamente, porque simbólicamente, están más unidos que nunca por medio de la figuración de un viaje paralelo: de adelante hacia atrás para encontrar los lugares comunes que permitan convivir a pesar de las distancias.
A ese denominado migrante pasivo, por mi inclinación a los estudios ontosemióticos, prefiero llamarlo migrante guardián o albacea, porque es quien asume la misión de salvaguardar todo el espacio representativo del ausente, o más bien, conservar latente la presencia del que migra físicamente para su autoreconocimiento en sí mismo y el otro a manera de complementariedad significante.
Entendida esta complementariedad significante como los puntos de coincidencia de los sujetos enunciantes en un momento determinado, que al mismo tiempo permite identificarse plenamente, no solo a ellos, sino a todos los que estén experimentando similares situaciones.
Debo confesar que esa denominación de migrante guardián o albacea no surgió en medio de la academia o producto de un desmenuzamiento teórico. Nació de la cotidianidad al escuchar a una señora decir, al ser interpelada por otra, yo no me voy, me quedo aquí cuidando todo lo que mis hijos tienen, para cuando regresen. Aparentemente, leída literalmente la expresión, pensamos de una vez en bienes materiales, en la salvaguarda de lo material, pero simbólicamente, hay otras aristas que intentaré develar para justificar esta apreciación de la migración y los tránsitos simbólicos.
Comencemos por señalar que quien detenta el sentido enunciativo, es la madre, por naturaleza simbólica, guardiana de los espacios íntimos, albacea de la domesticidad, amparo y portadora de las primeras imágenes sobre las cuales el Ser volcará el amor hacia otras dimensiones y perspectivas durante su existencia. Especie de sacerdotisa para conservar el fuego votivo que contiene la memoria y esencia familiar a constituir el mundo primordial de los integrantes de esta, la base esencial de toda manifestación intrasubjetiva que por siempre marcará la interpretación de cualquier acontecimiento.
Además de esa determinante figuración, ¿qué salvaguarda?, el hogar, espacio de origen del Ser e iniciación de su relación con otros espacios –privados, públicos–, confluencia de un proceso de singular importancia en la formación de los individuos a través de la afectivización de los espacios y objetos, al transferirles una profunda carga emotiva para hacerlos indispensables y determinantes en la formación de su mundo primordial. Así el hogar es la configuración del mundo íntimo del sujeto que siempre soportará las bases de la memoria afectivizada, al darle los insumos a los procesos de recordación y permitir el tránsito simbólico en determinadas circunstancias y situaciones. Siempre recordaremos el mismo referente, pero nunca de la misma manera; el recordar supone un acto de reconstrucción de lo recordado; más aún, cuando interviene la nostalgia y sus figuraciones desde el placer.
Ahora bien, la figura del hogar es determinante con respecto a la migración, es el lugar de partida, al mismo tiempo, de llegada; porque innegablemente, todo viaje está soportado en la esperanza por un regreso, incluso, cuando se trata de movilizarse en busca de la solución a una situación determinada. Y el proceso migratorio no escapa a esa particularidad, aun cuando el lugar de acogida del migrante brinde todas las condiciones deseadas, siempre quedará ese hálito nostálgico por el hogar, que distante se hace mucho más significativo, extensible al llamado lar nativo y de allí a la patria, como lo señalara el trujillano universal don Mario Briceño-Iragorry en el transcurso de toda su obra.
Hace poco una exitosa migrante venezolana en Europa, refería vía Twitter, lo bien que la había “tratado España, con las deseadas oportunidades personales y profesionales, pero añoraba a rabiar el apartamento de sus padres en la Candelaria, a su Caracas atesorada en la memoria, a Venezuela bajo la luz de la esperanza”. O releer el poema Vuelta a la patria de José Antonio Pérez Bonalde, para darnos cuenta de un regreso al mundo materno a través de la más profunda melancolía por la ausencia, antes que a la patria a manera de entidad física. En ambos casos, en el pasado contenido en la pieza lírica, o en el presente a través de una red social, el hogar será la base simbólica de cualquier argumentación; mucho más, cuando esta toque aspectos profundamente íntimos, acrecentados por la distancia.
En este sentido la palabra en todas sus manifestaciones es el recipiendario donde han ido labrándose las experiencias migratorias, para convertirse en testimonio silente de una experiencia de la humanidad que no cesa en incrementarse cada vez más, por las ya conocidas y agudizadas causas sociohistóricas, siendo Latinoamérica uno de los países más representativos en este aspecto. Desde la misma llegada de los europeos surge un complejo proceso de hibridación o mixturización cultural que hace del mestizaje el gran principio de la globalización en estas tierras y su incorporación a la cultura ya existente.
En torno a los tránsitos simbólicos, los europeos luego de un proceso de ajenidad, asumen estas tierras como suyas mediante la creación de imaginarios, que a la larga serán las bases identitarias de este continente mestizo; soportes referenciales para la construcción de importantes manifestaciones literarias autonómicas, tal es el caso del Modernismo o el llamado realismo mágico; instancias argumentales que siguen siendo referencia de las magias y maravillas de estas tierras enmarcadas dentro de una memoria bastante particular y su gran afinidad con lo telúrico, o la asunción de la madre tierra a manera de principio fundamental de las primeras visiones del sujeto sobre la configuración del mundo.
De vuelta a nuestros días y a medida que avanza el tiempo, los tránsitos simbólicos no solo quedan reservados para la construcción de la historia, sino más bien, sirven para destacar la acción humana frente al acontecimiento, dando paso a lo patémico y profundamente sensible que produce el desprenderse del lugar de origen y trasladarse a espacios foráneos, en principio, porque en un alto número de casos llegan a convertirse en definitivos, pero sin nunca perder los vínculos con el mundo primordial. De allí que migrar genere formas de resistencia y supervivencia.
En relación con eso, el intercambio simbólico permite establecer un tercer espacio conciliador de los mundos distendidos y muchas veces conflictivos para el migrante, pues pareciera que el migrante no perteneciera a un espacio en concreto al verse envuelto en una especie de ciudadanía aérea, que no es de aquí ni de allá, así llegue en un momento determinado a nacionalizarse. Todo lo anterior complejiza el hecho a partir de los procesos de adaptabilidad, por una parte, para colonizar el lugar de destino sin mayores conflictos y obstáculos que generalmente impone el impacto y la novedad inicial, o la xenofobia, tan común y latente en estos momentos en contra de los migrantes venezolanos. Por la otra, lograr los objetivos trazados y superar la situación generadora de la movilización; hecho de suma importancia para el migrante, quien siempre estará bajo la presión de no alcanzar lo propuesto y regresar bajo los signos de la derrota.
Al respecto deben tenerse muy presentes los elementos significantes de una migración de ida, o de retorno y su incidencia en los sujetos involucrados, una supone el inicio de una travesía –aventura– a hacerse realidad con la materialización del objeto del deseo para el cumplimento de todas las expectativas. La otra, representará para ese sujeto su realización o fracaso; circunstancias a marcarlo de manera definitiva y definitoria, sea por un resultado u otro, por siempre quedará enmarcado dentro de ese proceso migratorio constituyente de una ciudadanía aérea a modo de flotación entre campos de significación nutridos en la convergencia de tiempos y lugares, principios y ensoñaciones a razón de formas enunciativas.
Indudablemente el hecho de migrar impone un estatus del cual depende en gran medida el rechazo o aceptación. Seguramente muchos recordamos la figura del musiú, tipificación hecha a un extranjero radicado en estas tierras; expresión que se convirtió en una muestra de cariño y aceptación al que no era de aquí, pero era aceptado a partir de una consanguineidad existencial. Una muestra de los grados de tolerancia y aceptación del venezolano hacia el extranjero acogido en estas tierras como si fuesen suyas. Estamos en presencia de una etiqueta para distinguir a quien no es del lugar habitado, pero de alguna manera, pertenece a él.
Pero esas etiquetas también pueden usarse para discriminar, tal cual sucede en la actualidad con la expresión veneco, o quizá siempre, pues según los entendidos, era una palabra para designar a hijos venezolanos de colombianos, o a los colombianos que vivían en Venezuela y asumían costumbres y valores del gentilicio nacional. Aunque la fuerza despectiva hacia el venezolano se acrecienta a partir de la desafortunada intervención en 2017 de quien fue Vicepresidente de Colombia, Vargas Lleras, en una entrega de viviendas al norte de Santander, al afirmar que: “estas casas no son para venecos.” Desde ese momento, el carácter peyorativo aumenta considerablemente, por consiguiente, las manifestaciones de rechazo, hasta de los gobernantes, que paradójicamente cuando fueron candidatos, utilizaron la migración venezolana para ganar votantes.
En este caso, una específica nominación natural de nacionalidad para posicionar al migrante en cualquier tiempo y espacio, es sustituida por otra que no lo representa, sino más bien lo excluye o lo recluye en espacios de la periferia. Lugares desde donde debe asumir mecanismos para subsistir en medio de la afrenta, que a su vez, radicalizan su conciencia y necesidad de asirse a los mundos primordiales anclados en el lugar de origen, convertidos en memoria de los afectos o memoria afectivizada A este proceso lo llamaremos de sostenimiento, para significar la creación de universos simbólicos dentro de la codificación enunciativa del migrante.
De esta manera existe un proceso adicional y complementario al de adaptabilidad, y es el que sostiene los vínculos más allá de lo físico o material, al permitir mantenerse en constante interacción con el lugar de origen a pesar de la distancia y las circunstancias, a través del resarcimiento de las necesidades subjetivas, que en el migrante por razones obvias, tienden a acrecentarse. Así lo demuestran múltiples y sentidos testimonios sobre el incremento de las experiencias ensoñativas para regresar simbólicamente al lugar de origen: al hogar; para volver a habitar los espacios cotidianos y experimentar sosiego, ya que en esos momentos, es posible regresar a los lugares originarios por medio de recursos vivenciales, a través de los cuales el tiempo pareciera homologarse para vencer las distancias.
En consecuencia, los tránsitos simbólicos posibilitan al migrante ‘moverse’ en la pluridimensionalidad temporal; esto es, un espacio donde presente, pasado y futuro, pueden encontrarse sin limitación alguna, pasar de un tiempo a otro, como si de una narración se tratara, para buscar el punto de equilibrio que permita conjurar los acechos de la distancia. Donde recordar, no será un simple ejercicio de la memoria, sino, una manera de reafirmarse sujeto frente a las circunstancias sociohistóricas que le corresponde vivir siendo migrante, una condición, a marcarlo durante toda su existencia.
De modo que, la migración representa un complejo proceso de transformación para quienes la experimentan, al siempre persistir la idea de regreso, el vencimiento de las distancias y la esperanza de volver a habitar los espacios originarios, en los cuales, puede nutrirse de los elementos esenciales para continuar la travesía llamada vida. Mientras, los tránsitos simbólicos, ofrecen a cada momento la oportunidad de movilizarse a través de un imaginario profundamente sensible para crear otra región que haga convergente los lugares de origen y los de destino, permita el encuentro consigo mismo y los otros, apelando a un principio universal de la humanidad creyente, sobre aquel lugar, que luego del tránsito por la vida, nos albergará a todos.
Dentro de esta dialéctica los migrantes crean imaginarios íntimos a transformarse posteriormente en testimonios culturales frente a la historia, reescribirse a través de un sinfín de travesías confluidas en un mismo lugar: los tránsitos simbólicos, donde tiempos, espacios y distancias, coinciden cada vez que la evocación y la nostalgia los convoque para propiciar encuentros en el eterno renacer de los mundos primordiales, tan primordiales, que nunca dejarán que la soledad abata a los involucrados en la compleja dialéctica migratoria.
El Paraíso, febrero, 2021.
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iEste tema forma parte de un libro en construcción titulado: El migrante venezolano ¿el nuevo antihéroe latinoamericano?
iiDoctor en Ciencias Humanas
Profesor Titular Universidad de Los Andes-Venezuela
Coordinador General Laboratorio de Investigaciones Semióticas y Literarias (ULA-LISYL)
Miembro correspondiente de la Academia Venezolana de la Lengua. Correspondiente de
La Real Academia Española.
Blogspot: http://apuntacionessemioliterarias.blogspot.com/
Instagram: @hercamluisja
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