La crónica menor / IGLESIA Y SOCIEDAD MODERNA


Mons. Baltazar Enrique Porras Cardozo.

El Concilio Vaticano II sembró semillas de futuro. La reconciliación de la Iglesia con la sociedad moderna ha sido una de las tareas que ha marcado una mutación eclesiológica importante del catolicismo contemporáneo. Algunos círculos de pensamiento laicista viven todavía del prurito decimonónico de considerarla opio del pueblo o estorbo que hay que aplastar para imponer una religión laica que tenga al estado, mejor al poder, como su dios.

Es lo que estamos viviendo en nuestra patria con el anacronismo del supuesto conflicto iglesia-estado que postula la imposición de los criterios de quienes detentan el poder pasando por encima de la autonomía natural y sana que todas las instituciones civiles, incluidas las religiosas, tienen al margen de los gobiernos de turno. El llamado a descalificar las denuncias como políticas y contrarias al poder, desnudan el acaparamiento de los comportamientos sociales, como si sólo ellos tienen el deber y el derecho de ejercerlo. Además, supone un concepto peyorativo de la función política como arena en la que vale todo, principalmente la fuerza, para imponer ideas o criterios.

El acontecimiento conciliar fue profundamente dialéctico, es decir, la realidad de la vida cotidiana, la historia misma, hace posible reconocer el sentido salvífico de los procesos históricos. Para ello, el concilio postula que la Iglesia es pueblo de Dios en medio del mundo, sacramento en Cristo de la unión íntima con dios y de la unidad de todo el género humano (LG 1), hermana de todos los seres humanos y compañera en su aventura de vivir (LG 6). Es lo que plasmó el documento de la Iglesia en el mundo moderno con la feliz fórmula de la Iglesia “en” el mundo de “este” tiempo; el tiempo real e histórico es la que la constituye y nos constituye como hijos de Dios en el mundo e hijos del mundo redimidos por Dios.

Este modo de “encarnarse”, compartiendo la historia desde dentro es el modo más sincero de afirmar la secularizad del mundo, su autonomía propia; y a la vez, el modo mejor de acoger que en esa historia única, hay realidades que podemos discernir e interpretar a la luz del Evangelio como signos de los tiempos. Para lograrlo no hay otro camino sino el del diálogo y la ayuda mutua. Diálogo, no imposición. Proponer y no imponer. Servir y no dominar. Se abre así la vía para una coincidencia ético-política en lo que se refiera a una vida más justa y en paz.
De allí la asunción de los derechos humanos como expresión política de la dignidad incondicional del ser humano y la caridad para con los más débiles de la sociedad. Escuchar los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez los gozos y las esperanzas de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón (GS 1).
35/ 1-9-10 (2935)

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