La crónica menor/EL CAMINO DE SANTIAGO

Mons. Baltazar Enrique Porras Cardozo/
Peregrinar, ir de un sitio a otro, vagar, pero con rumbo y sentido, ha sido siempre parte de la condición humana. La edad media, tiempo en el que Europa se cerró sobre sí misma por los bárbaros y el islam, favoreció una movilización hacia lugares emblemáticos, ligados generalmente al culto cristiano.

La tierra prometida, bajo dominación no cristiana, quedó para aventureros. Roma, para visitar las tumbas de los príncipes de los apóstoles y Santiago de Compostela, en el finisterre, cerca del mar ignoto, a donde habían ido a parar los restos del primer apóstol que murió a manos de Herodes, apenas regresó de su viaje por la península ibérica, según cuenta la tradición.

Los caminos que llevan a Santiago son la mejor huella de aquella errancia que atrajo a príncipes y plebeyos, artistas y pícaros, vendedores y aventureros, pero, por sobre todo, a multitud de personas en actitud de sacrificio y oración. El arte románico, gótico y renacentista que se generó en aquellas autopistas de la fe y la creatividad, en edificios públicos y privados, iglesias y hospitales, monasterios y albergues, es prueba fehaciente de constancia, esperanza y productividad, que crecieron con el tiempo.

Cada vez que la fiesta de Santiago el mayor, el 25 de julio, cae en domingo, es año santo compostelano. Se abre la puerta del perdón, se sube al camerino a dar el abrazo al apóstol y se desciende luego a la cripta donde está la urna de planta con los restos del patrono.

Este año no se puede contemplar el pórtico de la gloria, la obra más acabada del románico, en el que la tradición obliga a poner la cabeza sobre la del maestro Mateo, autor de aquel portento de arte y de fe. Los estudiantes antes de cada examen difícil, desfilan ante él, en actitud suplicante para que les trasmita clarividencia y ciencia que los haga salir airosos en las pruebas académicas.

Se espera que este año lleguen a la ciudad doce millones de peregrinos. La misa de 12 congrega a miles de fieles procedentes de los más remotos lugares del mundo. Es un momento de profunda religiosidad, de oración agradecida o suplicante, que sobrecoge a todo el que se acerca a la imponente catedral. La palabra cordial y serena del arzobispo Don Julián del Barrio, acoge a todos, y en lenguaje sencillo, con su dominio de lenguas, saluda y deja un mensaje de paz y amor.

Al final, el canto al apóstol y a la Virgen, con el rito también único, del botafumeiro. Inmenso incensario que perfuma con su aroma las naves de la basílica y eleva con alegría las plegarias de los peregrinos. Después, caminar, deambular por las estrechas calles, llenas de comercios y lugares donde degustar la exquisita cocina gallega, amenizada con el paso multicolor de gentes de todas partes, tunas universitarias, solistas con gaitas o instrumentos curiosos, interpretan melodías antiguas y nuevas. Todo ello da un toque de serenidad, alegría y sano compartir que completa la visita a los lugares sagrados.

Peregrinar a Santiago de Compostela es una experiencia que vale la pena compartir alguna vez en la vida para renovar la fe y la esperanza que se nos diluye por los entresijos de la vida cotidiana, huyéndole a la trascendencia de Dios; la única capaz de darnos alegría y gozo, coraje y constancia en la siembra del bien, como los que durante siglos han hecho de los caminos de Santiago un monumento a los valores espirituales del ser humano.

38/ 22-8-10 (3447)

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