La portucruzana



Alexis José Urbina Pimentel (*)

No sabía yo que para poder entrar al mundo de la lectura poética, debía estudiar una carrera universitaria diametralmente opuesta a la Literatura, paradojas de la vida. Como estudiante de Biología, pronto me fui convirtiendo en adepto lector de poesía. Puedo afirmar, que su explicación, la encuentro con certeza, en el día en que conocí a una joven estudiante de la Escuela de Letras de la Universidad de Los Andes.  
Sucedió una tarde, casi noche, encontrándome en la parada de autobuses en plena Avenida Universidad. Esperaba el anhelado transporte, cuando de pronto una voz fina se dejo escuchar. Era una joven de aproximadamente veinte años, de cabello castaño claro, tez blanca pero bronceada, con unos ojos profundamente azules, de estatura media, y una delgadez eterna.
De repente dijo -¿vas al centro?
Y con la timidez natural de todo estudiante de primer semestre, le contesté:
- Si, voy  al centro -.
Entablamos poco a poco una amena conversación. Me dijo su nombre, aunque hoy día no lo recuerdo. Que era de Puerto La Cruz, y estudiaba segundo semestre de Letras. Vivía en el centro de Mérida, específicamente en la Calle 22. Y así fue como la conocí.
Transcurría la tarde, y el transporte universitario no aparecía por ningún lado. Fue entonces cuando me dijo que bajáramos caminando al centro de la ciudad. Acepte, y comenzamos a caminar. Con paso lento atravesamos toda la Avenida. Comenzó a hablarme de su gusto por la poesía. Me habló que su autor favorito era Rainer María Rilke, afirmando que la gran obra de este poeta fue Las Elegías del Duino. Y que era un poema hermoso que contenía una gran carga humana. Definitivamente era una clase improvisada sobre el tal Rilke. Mencionó que las Elegías eran diez, y con tanta información, me sentía atribulado. Que ironía, para un joven que en esos días se iniciaba en la ciencia, y solamente podía imaginar células, mitocondrias y retículos endoplásmicos. Sin embargo, todo lo dicho por ella me maravilló.
Seguíamos caminando, hace rato habíamos pasado el antiguo Cine Tibisay, y al final de la Avenida Universidad, en plena Redoma, la miré y la vi hermosa. Más Abajo en Plaza Milla, comenzó a llover y pregunté a la sentida poetiza, si le importaba que lloviera, contestando pausadamente que no, que más bien le encantaba caminar bajo la lluvia.
En acto seguido procedió a quitarse los zapatos para disfrutar de la lluvia merideña, de la brisa, como le llaman los oriundos de esa bonita ciudad y continuamos caminado. Ella seguía hablándome de las elegías, como si fueran propias. Que la primera trataba de… Que la segunda… Que la tercera era más… Que la cuarta… Que la quinta… Que la sexta… Que la séptima… Que la octava… Que la novena… Que la décima…
Todo lo expresaba con una sentida carga poética. A veces con amor, a veces con dolor, y otras tantas con pasión. Se unía en ella el desenfreno de Rilke.
Así percibí a esta muchacha, que los albores del destino la llevaron a estudiar a cientos de kilómetros de su hogar. Venía de tierra caliente, del sol, de la playa, de las olas, del chipichipi, del tambor, del juego de truco, de las empanadas de cazón. Traía consigo tanto trópico, pero en ese momento, la arropaban las montañas, los cóndores eternos, la agraciada ingenuidad de Juan Félix Sánchez, las nieves de don Tulio, las calles bulliciosas de centro de la Mérida cosmopolita, el canto del cristofué, la leyenda de la india Tibisay, las heroínas que se aguantaban a los estudiantes en sus parrandas nocturnas, y Amador y su combo.
La lluvia continuaba, tan cumplida como arropadora, y las Elegías seguían estando en el ambiente. Podía percibirse por lo contado, la desgarbada figura de Rilke, padeciendo desordenes psicológicos. Ella trataba de explicarme que el poeta comenzó con su primera elegía en 1911, y que culminó su décima y última elegía en 1922. Parecía demasiado tiempo, no obstante, si el buen vino amerita un  añejamiento de largos años, también una obra de trascendencia, también necesita del depuramiento que sólo el tiempo puede dar.
Al llegar a la puerta de la casa, donde vivía la “Rilke de los ochenta”, estábamos completamente mojados por tanta lluvia. La percibí más hermosa que antes, con su cabello estilando, la ropa ceñida al cuerpo. Parecía una leona mojada. La belleza femenina en su máximo esplendor.
Su despedida fue tajante:
.-Nos vemos el próximo jueves… ojalá llueva. Siempre estará Rilke, pero ese día nos acompañara Walt Witman. Ciao.
(*) Docente, periodista y abogado
alexisven04@hotmail.com

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