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Un sueño cumplido.
En los primeros meses de 1985, el
estudio universitario formaba parte de mis prioridades. Cursaba entonces el
segundo semestre de Educación en la Universidad de Los Andes. Era Mérida, para
la época, una hermosa ciudad de población estudiantil, que atraía a gran
cantidad de jóvenes provenientes de diversas partes de Venezuela y del mundo…
Me gustaba ese ambiente universitario.
Recuerdo que practicaba el futbol
en la cancha del Estadio “Lourdes”. Lo hacía regularmente los jueves, viernes y
sábados por las tardes. Jugué muchas “partidas” o “caimaneras” como denominamos
los boconeses a esos improvisados juegos, que también son “recochas” para
tachirenses o colombianos.
En esas tardes, el Lourdes se
llenaba de futbolistas, merideños y foráneos, unos mejores que otros, e incluso
era común conseguirse con jugadores profesionales activos que pertenecían a los
oncenas de la ciudad que formaban parte de la Primera División nacional:
Estudiantes de Mérida y la Universidad de Los Andes. Así pude jugar con
jóvenes, adultos y muchos veteranos que guardaban aun en sus botines un buen
nivel de juego. Entre ellos rememoro a Itamar de Acevedo, un pequeño jugador
brasileño que jugaba de puntero derecho y quien era jugador profesional activo
con la ULA; a Eustoquio Sánchez, ex-portero
de varios equipos del Futbol Profesional venezolano; a un brasileño de tez
morena del que sólo recuerdo su apellido, Campo; y por supuesto al Simao
Saturnino, quien viene a ser un personaje de primer orden en la trama de esta
historia.
Claro, todo comenzó en una
tarde de “caimaneras” en la que hice dos goles: y uno de ellos, en especial de
buen talante, pegándole finamente de volea, para que el balón fuera a parar,
ante la mirada atónita del portero de turno, dentro de los tres palos... Más
tarde, luego de varias caimaneras aguantadas, sentado al borde de la cancha, me
quité los guayos o zapatos de futbol, como quiera que se les denomine, sentí a
alguien parado a mi lado, y al levantar la mirada, vi al Simao Saturnino frente
mí, quien me miraba y en un entendible portuñol, me dijo:
- Que bonito gol hiciste…
Yo asenté con la cabeza y
sonriente no dije nada.
Para luego escuchar:
- Soy Simao Saturnino, juego con
Estudiantes de Mérida.
A lo cual le contesté:
- Si, lo sé. Yo lo he visto jugar
varias veces por la TAM… Los lunes en la noche cuando pasan en diferido el
partido.
Seguimos hablando. Momentos
después de la presentación y de varias preguntas de rigor, cuando me levanté
del engramado, el Simao Saturnino me dijo:
- En Estudiantes de Mérida,
estamos haciendo la pre-temporada. Si quieres yo hablo con el técnico del
equipo, para que hagas la prueba, a ver si quedas. Veo que tienes condiciones.
Le contesté casi con un nudo en
la garganta, por tan inesperada propuesta:
- Claro que sí… que se debe
hacer.
Simao me explicó que las
prácticas ya habían comenzado la semana anterior, pero que de todos modos me
preparara para el martes siguiente a la seis de la mañana.
En eso quedamos, y nos despedimos…
Tomé mis guayos, los metí al
bolso, y me dirigí al comedor de la Universidad, para hacer la respectiva cola
de todos los almuerzos y cenas. Al fin y al cabo solo era un joven estudiante
universitario, oriundo de Boconó, que únicamente había jugado futbol en ese
pequeño pueblo del estado Trujillo, desde hacía unos siete años atrás, cuando
como profeta peregrino llegó una tarde balón y pito en mano, nuestro nunca
olvidable entrenador Saulo Herrera, que conjuntamente con el viejo y bonachón
italiano Alfeo Cereza, y se inoculó para bien este amor de vida por la magia
del futbol, y cuya experiencia era de jugar en equipos infantiles juveniles y
de primera en esa incipiente liga municipal boconesa que se buscaba espacios
dentro del balompié trujillano.
Pero de repente, ya con cabeza
fría y pies en tierra, surgió en mi cabeza una inquietud completamente
razonable: Simao me había dicho, que la próxima práctica del equipo Estudiantes
de Mérida, iba a ser el martes en la mañana, y ahí la duda, ya que precisamente,
los martes a esa hora yo tenía clases de Laboratorio de Biología en la Facultad
de Ingeniería Forestal, donde veíamos esa materia los estudiantes de Educación.
Debía decidir entonces
entre si asistir a la práctica de Laboratorio, o por el contrario, aprovechar
la oportunidad de entrenar con Estudiantes de Mérida y abrirme a unos
derroteros desconocidos, pero atractivamente indespreciables. Solo con esos
sentimientos encontrados, en una balanza de equilibrio por el cumplir con mis
estudios, o por el sueño y la esperanza de ser profesional del futbol.
Entre la duda y la cordura, el
Lunes en la noche tomé la decisión, y a la mañana siguiente iría a la práctica
del “equipo académico”. Y así, el esperado Martes, me levanté a la cuatro y
media de la mañana, a preparar los implementos, los guayos, las vendas, la
medias y el uniforme que usaría, con la misma ansiedad con la cual un escolar
organiza sus útiles el primer día de clase. Salí pues de la residencia en la
Hoyada de Milla a las cinco y media, dirigiéndome a la casa de donde vivía
Simao Saturnino, para lo cual abordé la camioneta que se dirigía al centro de
la ciudad.
El Simao Saturnino, como era
conocido, vivía cerca del Seminario Arquidiocesano de Mérida, para ser más
exacto, a cuadra y media de ese lugar. Recuerdo, que toqué el timbre de la
dirección que él me había indicado, y salió la esposa, una mujer que no tenía
acento portugués, y me dijo que lo esperara unos minutos, que ya iba a estar
listo.
Dos minutos después salió Simao,
y me dijo…
- Buenos días Alexis, como estas?
Le conteste que bien, que estaba
listo para ir al entrenamiento. Salimos a la calle a abordar el autobús que nos
llevaría a la sede de Estudiantes de Mérida, la cual se encontraba ubicada en
la Avenida Urdaneta, más abajo del Colegio de Médicos.
Al llegar a la sede, me sentía
extraño, tenía una sensación de incertidumbre, además de mi pensamiento
reclamándome que en ese mismo instante debería estar en clase, quizás haciendo
el quiz de entrada de la actividad del Laboratorio, que era la parte práctica
de la Cátedra de Biología.
En la sede de Estudiantes, que
era una casa-quinta, Simao me dio ciertas instrucciones claves: me dijo que no
debía hablar mucho, que sólo me dirigiera a la persona que él me iba a
presentar, que primero me presentaría ante
el Director Técnico, después a sus asistentes y luego a los jugadores.
Y así fue, primero fui presentado
al “profe” Iván Garcia, un ex jugador de futbol profesional venezolano, apodado
El Tiburón; después a Carlos Ancheta, un uruguayo de piel oscura, que fungía
como su asistente y a los otros miembros del cuerpo técnico, de los cuales no
recuerdo el nombre.
Minutos después fueron llegando
los jugadores del equipo. Entonces el Simao, con su profesionalismo y veteranía
me fue presentando ante cada uno de ellos, recuerdo que al primero fue Ildemaro
Fernandez, luego Carlos Aranguren, después Rodolfo Duran, a los jugadores
importados, entre ellos Atilio Rodríguez.
Nos cambiamos en el camerino, y
nos impartieron la orden de abordar el autobús que nos llevaría al lugar de la
práctica. Reconozco que para mí era bastante difícil la situación, porque la
mayoría de la plantilla se conocían entre ellos de temporadas anteriores, y que además
las prácticas de pretemporada, habían comenzado la semana anterior, consciente
que yo era un completo desconocido, y que tal vez no contaba con la preparación
física adecuada, ya que siempre había sido totalmente amateur. De todos modos, el sueño abonado
de un joven “bocones”, seguía intacto.
Ya en el bus, me ubiqué en el
asiento contiguo a Simao, dirigiéndonos al norte de la ciudad. Cuando llegamos
a la Vuelta de Lola – la salida de Mérida hacia Valera y Barinas-, nos
desviamos hacia el Valle.
Mientras tantos, Simao Saturnino
me instruía sobre lo que tenia hacer en las prácticas.
Al llegar a San Javier del Valle,
Ancheta comenzó a darnos instrucciones sobre lo que iba a ser la práctica de
ese día, por lo que los primeros minutos iban a ser de acondicionamiento físico,
seguidos por cinco kilómetros de trote hacia el final del carretera del Valle.
Y así lo hicimos. Recuerdo que fui el último que regresó, no tan retrasado,
pero con un minuto y medio de desventaja. Después comenzamos a tocar y a
dominar balón de futbol. Recuerdo que me correspondió hacer equipo con Carlos
Aranguren, Atilio Rodríguez y un jugador de apellido Peña. Para finalizar la
práctica de ese día, el profesor Garcia, formó dos equipos, y nos hizo jugar,
una partida, de esas suaves sin muchas entradas fuertes.
Y así continúo la semana. Los días siguientes, haciendo las
prácticas en el estadio de futbol de Campo de Oro.
Ya en la tercera semana
regresamos, precisamente el día martes a San Javier del Valle, mientras que el
resto de días fuimos al Estadio Universitario. Cuando se llegó el viernes de
esa semana clave, el profesor Garcia, nos reunió a todos los jugadores en el
centro del campo, nos felicitó por los entrenamientos realizados, y finalmente
nos dijo que iba a anunciar los futbolistas que no seguirían con el equipo.
Para hacer corto el cuento,
yo fui el segundo de los nombrados.
De esa manera, se acababa para
mí, el sueño esperanzador abonado sin anestesia por Simao Saturnino en una
tarde cualquiera de caimaneras de yo llegar a jugar futbol profesional. Les
cuento que por supuesto, al final de los finales, perdí el Laboratorio de
Biología, pero me quedó como recompensa de vida la gran satisfacción de haber
entrenado por tres semanas con un equipo de futbol de Primera División, de los
grandes e históricos de acá. Por eso gracias Estudiantes de Mérida, gracias
Simao Saturnino, y sobre todo, gracias infinitas a Dios por darme la
oportunidad de vivir experiencias inolvidables tras esas pequeñas metas, que
aunque inconclusas –como la Sagrada Familia de Gaudí- e insignificantes
para algunos, para mí tienen un inmenso valor significativo de vida y de fe.
Alexis José Urbina Pimentel
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