La transhumancia del amor habanero.

Una vez leída La habana para un amante difunto, de Cabrera Infante, me siento identificado con el ser habanero. Es como volver a lo eternamente vivido, es el discurrir por calles una vez pisadas por mis pies, -redundancia o pleonasmo-, no importa, sólo importa la luz, el silencio, la búsqueda de sí mismo. Entre Cabrera Infante y yo, existe el hilo umbilical de haber pisado a esa Habana, tan desordenada  de ideas, pero a la vez tan transitable, tan desnudadora de pasiones; -porque aunque no lo crean  yo también  las viví en ese indómito escenario-. 

Puedo recordar a la hermosa morena, de tez cobriza, cabello ondulado y caderas armónicas; que con sus bailes – entre sones y guarachas -, se acercó a mis pieles, en el castillo del Morro de la Cabaña. Fue como lo dijo Cabrera il amore vinci onmnia; yo diaria más bien, la pasión y el desenfreno lo vence todo, no más está decirlo, esa mulata también fue fuente de inspiración. Ese tránsito hacia la pasión, debe ser reflejado en indolentes líneas hacia el mundo inhabitado de la escritura, -está claro que no hay una sola persona de carne y hueso en ese lugar-, pero si a ver vamos, hay millones de almas en las páginas de los libros.  

Puedo decir, que bailaba Maritza, la cobriza cubana, como  una diosa negra que armoniosamente descifraba las cadencias exiladas de la voz de Celia Cruz,  -“cuando me fui de Cuba deje enterrado mi corazón”-.   A la par de su baile, exhibía la elegancia pietra del negro –mucho tambor en sus caderas-. No obstante, poseía dentro de sí un pequeño rasgo albo, -sino en su fisonomía, que seguía siendo negroide-, quizás en su hablar pausado, que intermitentemente aparecía. Así pues, su pelo si bien ondulado, tenía un dejo de laciedad; su piel aunque negra, tenía el despinte de quien en su ascendencia portaba el gen que una vez pudo haber tenido Kunta Kinte. Pero de todo esto, lo verdaderamente rescatable, era su majestad femenino.

Puedo recordar, que mis compañeros y yo, llegamos al Castillo del Morro de La Cabaña, como a las diez de la noche, con muchos mojitos cubanos y lupulosas Heineken encima. En la Habana nocturna, lo que pide el cuerpo para un extranjero, es baile, armonía, despojo. El calor, la brisa del mar, se hacían presentes, no obstante, la música se hacia la dueña de la escena. Mucha rumba hay en las noches habaneras. Éramos un grupo completamente disímil, recuerdo al taciturno Rodolfo;  al  avezado portugués Avelino; a la trigueña inerme Maigualida; a la indómita Karina; y al melancólico Ramírez, al que apodamos angustia, debido al eterno cuento de que su mujer lo había dejado por otro, por los lados de Puerto La Cruz.

Ya dentro del Castillo del Morro de La Cabaña, la noche se hacia más cubana, - se escuchaba la desterrada voz de Celia decir que la “vida es un  carnaval”, -y si lo es para el extranjero en Cuba-. Ya entrada la noche, una morena bailaba con un extranjero  de unos sesenta años- después me enteré que era italiano-. Ahora bien, lo cierto del caso es que cuando el italiano se fue unos minutos al baño, le dije a la mulata que si quería bailar conmigo, y en seguida asintió con la cabeza. Bailamos una canción, dos, tres y hasta cuatro, mientras que, el italiano esperaba tranquilo en la mesa. Por último puedo indicarles, que la mulata, ya no regresó más  a la mesa del italiano, y se sentó en la mesa en  estábamos mis compañeros y yo. Lo más que puedo decirles es que esa mulata era Maritza.  
 Alexis José Urbina Pimentel
Periodista, abogado y docente.
              alexisven04@hotmail.com  





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