Luis Javier Hernández Carmona*
Llevamos siempre una máscara cada vez diferente, que cambia en cada papel que nos asigna la vida, la del profesor, del amante, del intelectual, del mundo engañado, del héroe, del hermano afectuoso.
Ernesto Sábato.
Desde tiempos inmemoriales, encubrir para significar ha sido una práctica fundamental dentro de la acción humana. De esta manera ha surgido un proceso significante basado en la ocultación/revelación como principio simbólico para propiciar lógicas de sentido a través de la enunciación que tiene en el cuerpo, el gran escenario representativo de múltiples formas de comunicarse. De allí que en el trasiego académico he hablado de la corpohistoria, para definir la representación de la historia como una alegorización del cuerpo constituyente de una codificación específica, que evidencia el hecho por medio de la interacción de la imagen y el cuerpo, al crear imaginarios socioculturales sostenidos por un grafismo testimonial, a través del cual se ha perpetuado una interesante iconografía que va más allá de la simple imagen para reparar en un simbolismo fundamentado en la corporeidad.
Soportada en esta premisa, la corporeidad pasa a formar parte de la más grande alegoría de la humanidad, pues todo basamento referencial está sostenido en ella y sus diferentes desdoblamientos. De esta manera lo místico, para poder hacerse visible ante los ojos de los hombres, adquiere fisonomías humanas, lo mismo ocurre con la heroicidad épica, referida a las corporeidades emblemáticas o conmemorativas establecidas para servir de memoria colectiva en el forjamiento de nacionalidades, con características universales basadas en la libertad de los pueblos.
No obstante, la corporeidad muestra también dimensiones para contravenir lo establecido, tal es caso de la caricatura y sus propósitos de subvertir los órdenes sociales, el comic para la inserción de la gran metáfora de los héroes enmarcados en los más profundos ideales de justicia y bien de la humanidad. E indudablemente la prolongación de la corporeidad en la gran topografía urbana del grafitti, o la mixturización de lo femenino y masculino en la androginia corporal en actividades de fuerza y poder, como la labor militar o deportes de alto impacto; por ejemplo: el boxeo.
De esta forma el cuerpo expresado en sus diferentes alegorías permite realizar múltiples y variadas interpretaciones, a tal extremo que podemos hablar desde la ontosemiótica, de la corpotextualidad, o consideración del cuerpo a modo de texto conformado por diversas relaciones de significación que permiten la construcción de lógicas de sentido. Recordemos que la corporeidad siempre ha estado en el centro de inclusión/exclusión social; además de las categorías sostenidas por la antagonización de lo sagrado y lo profano, o las configuraciones del bien y el mal tentados por los poderes seductores del cuerpo. De ese cuerpo que siempre debe ser cubierto para poder ser mostrado frente al otro en medio de los espacios colectivos, situando la desnudez en los espacios íntimos o las figuraciones eróticas, generalmente consentidas en el arte, pero cuestionadas en otros aspectos de la acción humana. Esa desnudez e intimidad invadida por la industria pornográfica y degenerada a partir de discursos del poder magnificados alrededor de la virilidad masculina.
En torno a la dinámica corporal y el revestimiento para su figuración según los roles a desempeñar, es imprescindible insistir, que una necesidad de guarnecerse mediante la vestimenta de las inclemencias exteriores, pasa a convertirse en una de las más lucrativas actividades de la sociedad, representada por la industria de la moda, quien ha transformado esa necesidad en un vehículo de ostentación y poder, punto de diferenciación de la condición humana para establecer las consabidas marcas identitarias entre géneros, a través de las cuales pueden reconocerse, compartir o transgredir las convencionalidades, tal cual ocurre con el travestismo.
Con sus diversas variantes todo universo significante está relacionado con una corporeidad especificada en lo más profundamente simbólico, en el cual, la máscara ha representado un ícono de vital importancia al momento de realizar interpretaciones de cualquier índole, desde su uso en la ritualidad que ha acompañado a las civilizaciones más antiguas, hasta nuestros días en las fiestas carnestolendas o las recientes incorporaciones del Halloween a las diversas culturas, para revestir el cuerpo vivo de las instrumentaciones de la muerte, la oportunidad para conjurar lo desconocido e imprevisible por medio del revestimiento corporal, al ‘representar’ otra dimensión completamente desconocida e incierta. De esta manera, surge una semiótica del ritual, o más bien, de la ritualización de las formas discursivas a partir de lo patémico que hace posible la aparición de la memoria de la cotidianidad; la dinámica de los cuerpos que subvierten la historia a través de la traslación hacia un espacio otro, fuera de la temporalidad del individuo, alejado de la persona y su noción de cuerpo como simple instancia física-orgánica, y dentro de las configuraciones trascendentes de éste desdoblado en rueca simbólica, construye incesantemente una rica madeja de resignificaciones.
Convencionalmente la máscara antepone al rostro la verdadera figuración simbólica, en palabras del líder zapatista mexicano, el subcomandante Marcos: “No importa lo que está detrás de la máscara, sino lo que simboliza”, para de esta manera reiterarse la construcción de espacios significantes a partir de mundos interiores y primordiales manifestados metafóricamente, más aún cuando están asociados a la intersección de deidades en el mundo terreno, ello ha ocurrido desde sociedades tribales hasta nuestros días, a partir de los revestimientos místicos para el ingreso a los escenarios de la ritualidad. Aun cuando es imprescindible insistir que la referencia a la máscara en función de la corporeidad simbólica, no está referida solamente a la ocultación del rostro, sino a la extensión del significado a partir de un pleno revestirse corporal, tal es el caso del maquillaje, los tintes de cabello, la ropa; elementos que recubren para ocultar resaltando.
Con respecto a los escenarios de la ritualidad es menester aclarar que éstos no están limitados en su referencia a lo místico, pues el orden ceremonial también tiene su incidencia en tradiciones aún vigentes a pesar de los asombrosos cambios experimentados por la humanidad en los últimos y vertiginosos tiempos, sostenidos por particularidades identitarias de comunidades específicas, por ejemplo, los rituales funerarios, la celebración de bodas o cumpleaños, celebración de fiestas locales con profundo arraigo en la presencia telúrica. Todos ellos, máscaras expresivas de una intrínseca relación entre lo individual y lo comunitario a modo de amalgama simbólica a sostenerse a través de los tiempos y la historia.
Ahora bien, se trata de crear condiciones escenáticas para la ‘actuación’ a partir de los diferentes roles a desempeñar en medio de la cotidianidad, o como ha sido designada en muchos momentos: “en el teatro de la vida”, donde el don de la simulación es instrumento de incalculable valía al momento de hacer profundamente efectivo el acto comunicacional, o crear condiciones idóneas para realizar con éxito la experimentación en el campo científico. De allí que simular implica la representación de roles a través de herramientas idóneas para el reconocimiento del sujeto enunciante desde sí mismo y en función del otro. con el fin de manifestarse mediante una correlación de la palabra con lo representado. Más aún, al tratarse de acontecimientos relacionados con circunstancias íntimo-patémicas y su revelación a través del arte, la literatura, la música; en fin, de los discursos estéticos y su prodigiosa capacidad de revelar ocultando.
Sobre estas prerrogativas argumentales los caminos semióticos llevan hacia las típicas caracterizaciones, que indudablemente forman parte de una ‘pedagogía cinematográfica’, con respecto a la simbolización de los héroes enmascarados, los superhéroes y todos aquellos prototipos de paladines de la justicia o caballeros andantes modernos que salen a garantizar el bien frente a las acechanzas del mal. Además de reafirmar el encubrimiento a manera de detonante de la significación, tan presente en el mismo acto del diario convivir, tan relevante en los actos más sublimes como en los más íntimos, pero no menos emblemáticos, para requerir de formas de expresión corporal que hacen de la palabra, el más envolvente instrumento de expresión/representación/simulación.
Todo lo anterior puede enmarcarse dentro de una convencionalidad significante, quebrantada abruptamente con la aparición del COVID-19 y la imperiosa necesidad del uso de mascarillas, tapabocas, barbijos, a modo de medida preventiva para evitar la propagación del contagio y salvaguardar la salud del planeta. Entonces, la medida sanitaria dentro de una semiosis de la pandemia, ha experimentado diversas adaptaciones y desdoblamientos que permiten hacer interesantes interpretaciones al respecto. Una de ellas, las particularidades adquiridas a través de las personalizaciones que van desde la manifestación de la más expresiva coquetería, al severo revestimiento del personal de salud en su lucha contra el letal virus.
De por sí, el indispensable instrumento de salvaguarda se ha convertido en medio para promocionar productos, marcas o establecimientos comerciales; satirizar la sociedad o mostrar niveles de poder adquisitivo en cuanto al uso de costosos dispositivos de bioseguridad para protegerse del COVID-19, lo cual crea indefectiblemente otro tipo de distanciamiento, además del físico, con la reafirmación de las jerarquías sociales por siempre manifiestas. Ya no se trata de cubrirse el rostro para protegerse, más bien es un acto de transformación que implica una reafirmación a partir de la amenaza y el riesgo latente por la propagación del virus; esto es, asumir una máscara que posibilite manifestarse a través de lo representado, a partir de una simulación de una ‘normalidad’ enmascarada.
No obstante, esta ‘normalidad enmascarada’ implica un inevitable conflicto, el de protegerse sin extraviarse en la ‘vorágine de máscaras’ en que se han convertido los lugares públicos; escenarios de una rica matriz significante, donde es de singular importancia la de descubrirse el rostro ante la persona conocida, amiga o familiar, como un acto de reafirmación del yo frente al otro que sirve de complemento, de sosiego en momentos calamitosos. Ubicando el riesgo en el otro desconocido o extraño cohabitante de sus mismos espacios.
Con el consiguiente extravío en la ‘vorágine de máscaras’ el sujeto se anonimiza para incorporarse a una gran masa uniformada, de allí la necesidad de individuarse a través del encubrimiento del rostro, al transfigurarse en principio identitario de ser reconocido a través de su dimensión afectivo-subjetiva convertida en acción comunicativa, para lograr un posicionamiento dentro de un espacio enunciativo que tiende a la generalización. Ahora es la necesidad de evidenciar los espacios intrasubjetivos para fortalecer las relaciones intersubjetivas, al momento de resignificar los acontecimientos; ahora se trata de superar carencias, acortar distancias mediante la construcción de realidades alternas a las experimentadas.
Además del reto de sobrevivir a la pandemia, es permanecer asidos a los espacios del reconocimiento, a los mundos primordiales y sus mecanismos subjetivantes que permitan reconocerse, ser reconocidos y poder reconocer al otro como al sí mismo, e indefectiblemente configurar una semiosis que provea las interpretaciones sobre esos mecanismos de reconocimiento. Entendida esta semiosis, a manera de proceso significante interpretable a partir de ejes temáticos que permitan establecer lógicas de sentido textuales, contextuales y transtextuales. En este caso concreto, la máscara como isotopía concatenante de una serie de reflexiones en torno a la pandemia del COVID-19.
Dentro de la aludida semiosis de la pandemia, al cubrirse el rostro e integrarse a la ‘vorágine de máscaras’’, el sujeto enunciante se desdobla en otro para convertirse en presencia virtual e intentar sobreponerse no solo a la amenaza biológica, sino también a su descentramiento dentro de un espacio enunciativo que busca por todos los medios homologarlo a través de la máscara. Por lo tanto subvierte la situación homologante desde la máscara misma, a pesar que esa acción en momentos puede pasar desapercibida para la gran mayoría, al procurar la creación de un espacio simbólico, tal cual ocurre en las redes sociales con respecto a la virtualización de los sujetos y su manifestación profusamente alegórica, ya referida en trabajos anteriores.
Ante tales circunstancias argumentales, la escritura de este texto, coincide con la celebración de la Semana Santa, espacio enunciativo que ha tenido que redefinirse en tiempos de pandemia, utilizando medios alternativos para integrar a la feligresía desde la distancia, operando un proceso de inversión simbólica interesante, al insistirse en la presencia mística en los hogares, lugar primigenio del acto eucarístico, buscando su conversión en lugares para la reflexión y conversión en la fe. Asimismo los estamentos sagrados han salido de sus escenarios habituales para ingresar a locaciones cotidianas donde parecieran más cercanos y humanos. Son recurrentes las miradas de angustia y poses de recogimiento reflejadas tras las máscaras, al paso del peregrinaje motorizado de diferentes imágenes religiosas por las distintas ciudades del mundo, demostrando que la conciencia mítica es determinante en estos momentos de pandemia, mientras en las trincheras científicas ocurre una loable batalla por la vida y la esperanza de pronta sanación.
Así que, cubrirse el rostro en tiempos de pandemia, representa una acción más allá del acto físico de protegerse, implica un reconocimiento a través del encubrimiento; el ingreso a dimensiones simbólicas que reafirmen al sujeto enunciante en medio de las dificultades y acechanzas bajo las ampliaciones de una corporeidad significante, sostenida por una ritualidad cotidiana para el resguardo de la fisonomía sensible, nervio y motor de las acciones humanas. Ya no se trata de convivir en una ‘vorágine de máscaras’, es imperioso no dejarse arrastrar a los anonimatos colectivos, a convertirse en simple marioneta de las redes sociales o transeúnte por una ciudad apremiada por las incertidumbres; ahora es el momento de ver tras la máscara las metáforas del humano ser, reflejadas en lo simple y cotidiano que siempre ha amparado en tiempos tumultuosos para develar las claves posibilitantes, revelando que el elemento más importante para superar la pandemia, es quien está tras la máscara.
El Paraíso, abril, 2021.
Doctor en Ciencias Humanas
Profesor Titular Universidad de Los Andes-Venezuela
Coordinador General Laboratorio de Investigaciones Semióticas y Literarias (ULA-LISYL)
Miembro Correspondiente de la Academia Venezolana de la Lengua. Correspondiente
de la Real Academia Española.
Blogspot: http://apuntacionessemioliterarias.blogspot.com/
Instagram: @hercamluisja
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