EDUCAR EN TIEMPOS DE PANDEMIA


Luis Javier Hernández Carmona*

Educar la mente, sin educar al corazón no es educar en absoluto.

Aristóteles. 

El gran prodigio del acto educativo consiste en su capacidad por superar todo tipo de limitaciones y perdurar más allá de la vida. Sin estridencias emocionales, es uno de los actos más hermosos que pueda existir, pues todos lo podemos experimentar de distintas formas y maneras. De allí, el reconocimiento imperecedero a quienes consagran su mayor esfuerzo y dedicación a educar, así mismo el valor de la denominación de maestro que desborda cualquier título o grado académico para honrar a un ser de excepción, luz y fuente de sabiduría para ser compartida sin mezquindad ni interés de ningún tipo; sencillamente, los maestros no tienen precio, las cotizaciones de los mercados de capitales son insuficientes delante de estas testamentarias figuras.

Ante la inmensa responsabilidad de escoger el educar como práctica de vida, parecieran surgir interrogantes a convertirse en premisas fundamentales, ¿Qué enseñar? ¿Para qué enseñar? Y lo más importante es que las respuestas parecieran enriquecer la pregunta sin llegar a responderla taxativamente, porque la primera interrogante cambia vertiginosamente con las circunstancias renovando los contenidos programáticos previamente diseñados. Quizá la segunda, tiene tendencia a mantenerse sostenida por una variable de constante cambio y renovación, porque enseñamos para la vida. Sí, la vida matizada en todas sus dimensiones y caracterizaciones, pero sobre todo, para una vida plena a través de la libertad que otorga el conocimiento, no la esclavitud derivada de los grandes consorcios del poder.

Nunca el conocimiento puede generar esclavitud de ninguna especie, si lo hace, es simplemente dominación, y sobre las verticalidades no podemos hablar de una verdadera educación, así sea la religiosa, muchas veces apartada de la finalidad espiritual para convertirse en discurso del poder hegemónico de las instituciones sobre la necesidad espiritual de los creyentes. En este sentido, educar siempre debe significar el encuentro a través de una pedagogía de la sensibilidad para el establecimiento de un maestro de conciencia como en la antigüedad, no un simple administrador de contenidos programáticos bajo el tedio que caracteriza a los docentes ágrafos. Entendido este docente a modo de simple mediador entre el conocimiento y el alumno, apegado a un programa sin digerir ‘críticamente’ los contenidos a administrar, que irremediablemente quedarán transformados en una inexpresiva consideración numérica.

Este docente ágrafo es fácilmente sustituible por una enciclopedia o medio masivo de información académica, y ni tan académica, como los portales dedicados a ofrecer trabajos elaborados sobre diferentes materias; grandes estimuladores de la ya consabida, peligrosa e institucionalizada práctica del corta y pega, estrechamente vinculada a este docente ágrafo que no es capaz de reescribir la realidad a través del acto educativo, porque su actividad educativa está circunscrita a administrar información documental tal y como está concebida en los textos y teorías. Redundando todo en una errónea concepción del conocimiento que conducen específicamente a terrenos de lo ideológico para soportar sociedades en los predominios de la razón instrumental, el saber científico y las manidas certezas que desplazan los principios intersubjetivos de las dimensiones argumentativas..

Ante tales circunstancias el acto educativo nunca puede considerarse estático, o pretender anclarlo a determinadas manifestaciones sociohistóricas, bajo la exclusión de acontecimientos que forman parte del llamado continuum histórico, porque si un engranaje de ese sistema es sustraído, sencillamente su interpretación no arroja los resultados más idóneos al ser fácilmente manipulados según intereses de cualquier índole, los cuales son hartamente conocidos, pero nunca lo suficientemente debatidos. En consecuencia, el acto educativo debiera ser el espacio ideal para mostrar ese continuum histórico sin ambages de ningún tipo, y así edificar desde bases consistentes, no a partir de frágiles ornamentaciones que no soportan el juicio del tiempo ni la historia.

De esta manera, un inesperado día, la humanidad de la noche a la mañana, fue recluida en sus espacios más íntimos por un virus, el COVID-19. Todas las estructuras comenzaron a tambalearse ante el enemigo invisible que demuestra la fragilidad del hombre, aun en sus delirios de grandeza e invencibilidad, donde los más modernos y potentes armamentos quedaron silenciados, apuntando su poder destructor hacia ninguna parte. Haciendo evidente la pobreza espiritual de una humanidad que considera más importante un fusil que un libro; elementos que parecieran volver a decirle al humano: “aquí estoy, nunca me he ido”. Presentes en esos espacios íntimos vueltos a descubrir una vez que el distanciamiento físico y el “quédate en casa” son herramientas indispensables para salvaguardarse de la amenaza del virus.

Ahora los espacios de movilidad están restringidos, el aislamiento físico es determinante, junto a otras medidas de bioseguridad, para sortear la delgada línea entre la vida y la muerte. Por lo pronto toca reinventarse en medio de una cotidianidad volcada en la fe y la esperanza de una vuelta a la ‘normalidad’ avizorada en los tiempos pospandemia, en apariencia tan sencillos como la intención de volver a comenzar de nuevo. En esencia, extremadamente complejos por todas las implicaciones, históricas, económicas, sociales, culturales, espirituales. Tiempos de muchas interrogantes que seguramente alimentarán más incertidumbres que certezas, para el surgimiento de las disímiles reflexiones que indudablemente conformarán una pléyade inmensa de conjeturas e interpretaciones.

Pero mientras llegan los tiempos pospandémicos, cómo se prepara la humanidad para enfrentarlos, o cada quien en su individualidad. Existe una intención o perfil educativo dirigido hacia ese fin o perspectiva fuera de administrar contenidos programáticos a través de dispositivos electrónicos, redes sociales, o la bien estructurada educación a distancia con que cuentan diversos países del mundo. Más allá de esa práctica de comunicación académica, en nuestros espacios inmediatos, hemos pensado sobre la forma o manera que esta pandemia ha influido en cada quien desde sus circunstancias más íntimas, ha habido un reencuentro cierto y sincero consigo mismo, o ha asomado el temor del cual hablaron los filósofos cuando el hombre visita su interioridad e intenta conocerse, o la distracción surge a flor de piel para demorar la reflexión e ilusionar las vueltas a la playa, los centros comerciales, el compartir sin las limitaciones del distanciamiento físico.

O hemos aprendido a ver a través de nuestras ventanas los colores de la vida como lo plasma la Dra. Romina De Rugeriis en un hermoso documental por la vida y la reafirmación del Ser frente a las acechanzas de la tragedia y la muerte, titulado: Diario de una cuarentena (Maracaibo, 2021). Una forma de conjurar los temores y las acechanzas, para comprobar que: “el miedo, justamente, el miedo es el mejor motor del arte”, al permitir verse bajo la reafirmación de la subjetividad trascendida más allá de los espacios inmediatos, destacando lo cotidiano transfigurado en sublime para convertirse en bálsamo para la vida. De allí, una forma de crear posibilidades de reflexión a partir del mundo esencial del enunciante; e indudablemente, una muy convincente forma de educar.

Porque en los actuales tiempos, todos los espacios cotidianos deben convertirse en aulas a cielo abierto e incorporar aprendizajes que ayuden a enfrentar esta pandemia, ya no se trata de circunscribirse solo al ámbito escolarizado, ahora, el acto educativo es una necesaria permanencia en todos los sentidos y lugares de la vida. Por ello educar pasa a convertirse en una práctica existencial que desborda edades o niveles de preparación, deja a un lado el aprendizaje eminentemente cognitivo, para reclamar la presencia de una pedagogía de la sensibilidad que posibilite la concienciación sobre el sí mismo y los lugares de interacción formativa que integran su mundo primordial, como base fundamental para hacer de la acción diaria, un verdadero aprendizaje para prepararse para los tiempos de pandemia y los pospandémicos.

En este sentido todo pareciera estar orientado hacia un reconocimiento sobre lo conocido para afianzarse ante lo desconocido y configurar una memoria esencial en cuanto reafirmación del sujeto frente al acontecimiento, hecho que los métodos de educación tradicional han desplazado a planos secundarios, priorizando la administración del contenido programático y su derivación en una evaluación no-formativa, privilegiando el resultado porcentual de una serie de reactivos de prueba a modo de medición del ‘rendimiento’ de un alguien participante en el proceso de aprendizaje.

Y utilizo la denominación de un ‘alguien’ para hacer notar que no solo la formalidad educativa conlleva una pedagogía, sino todo proceso de atribución significante está sostenida por un proceso pedagógico, que muy bien podemos llamar en esta oportunidad, una pedagogía de la cotidianidad, que comienza con una didáctica doméstica, generalmente soportada por la tradición en la enseñanza de valores ético-morales, e indefectiblemente es el primer eslabón dentro de la cadena socializante del individuo para su integración a la sociedad. Aun cuando generalmente no está definida esta conciencia docente en los padres o formadores en esos espacios específicos, generalmente sostenidos por prácticas autoritarias o conductas reparatorias, existe todo un proceso de enseñanza-aprendizaje vital en función de la acción humana.

Por consiguiente, en esa didáctica doméstica, el hogar es centro de aprendizaje con profundas variables de articulación que van surgiendo al son de las circunstancialidades, y hoy en tiempos de pandemia, indudablemente adquiere una preeminencia determinante al momento de abordar el acto educativo dentro de una macro referencialidad, en la cual, la casa adquiere notaciones de refugio y amparo, lugar de privilegio enunciativo para abordar los convulsos tiempos presentes. Al mismo tiempo, el hogar contiene todas las diversificaciones que han cedido las instituciones educativas en cuanto centros generadores de conocimiento, al migrar a las plataformas digitales con la modalidad no-presencial.

#Quédate en casa, #la escuela en casa, #yo me quedo en casa; representan particulares etiquetas de una semiosis de la pandemia, a construirse paulatinamente a través de una codificación que permita definir la específica dinámica enunciativa, formalizada alrededor de este complejo fenómeno de salud pública, e implicaciones determinantes en todas las áreas de la sociedad mundial, a tal punto de crear nuevas formas de nombrar la realidad, bien sea desde la conciencia histórica o la conciencia cósmica, para dar cabida a lo sobrenatural dentro de la realidad como mecanismo de contención de la pandemia. Frente a la impotencia generada por la fuerza del virus, la fe y la creencia relucen a modo de caminos ciertos para obtener la protección y la salvaguarda física.

De igual manera, ante la virtualización limitada del docente, el rol de éste debe ser asumido por otros intervinientes en el proceso de enseñanza, para improvisar atenciones fundamentadas en el material de evaluación correspondiente a los módulos de aprendizaje diseñados para paliar la contingencia ocasionada por el COVID-19. Siendo esta atención más explícita con respecto a los más pequeños, que recae en los padres en un mayor porcentaje, o la contratación de servicios de profesionales dedicados a las llamadas tareas dirigidas. No obstante, todo parece apuntar hacia el interés por desarrollar contenidos programáticos sin tomar muy en cuenta las circunstancias que rodean ese ‘acto educativo’.

La anterior consideración abre la posibilidad para apreciar una administración de contenidos programáticos sin una circunscripción real a la circunstancia específica, privilegiando la dimensión cognitiva, pero dejando a un lado los procesos de sensibilización para lograr una real y cierta empatía entre el contenido y la aprehensión patémica, tan justa y necesaria en estos apremiantes momentos pandémicos, que reclaman de instrumentos de concienciación sobre la situación, pero al mismo tiempo, ofrecer formas de resarcimiento frente a los efectos devastadores de la pandemia.

Acá es imprescindible retomar la respuesta a la pregunta ¿Para qué educar? y comprometernos con la respuesta: para la vida, lo cual indica un valor de la acción humana consustanciado con la pedagogía de la cotidianidad diversificada en sus múltiples mecanismos de producción de significados, para dar respuestas al sujeto sobre su entorno inmediato, alrededor de los acontecimientos que lo afectan directamente, aún más, en correspondencia con un colectivo globalizado o universalizado por las mismas circunstancias patémicas, como es la desaparición de personas cercanas por motivo del COVID-19, el temor generado por la pandemia, las consecuencias del alejamiento físico y el constante alimentar de las esperanzas del momento “cuando nos volvamos a encontrar” fuera del artilugio de los dispositivos electrónicos.

Pareciera ser el momento de la pedagogía de la sensibilidad y sus planteamientos sobre el sujeto educativo, representado éste por la confluencia de intereses patémicos de los intervinientes en la acción educativa, sin el predominio de las jerarquías petulantes del dominio del conocimiento, o el conocimiento como arma de sujeción del otro, sino el conocimiento a manera de punto de encuentro para crecer juntos en una aventura llamada educar; aventura que nunca termina, pues forma parte del proceso natural de la vida. Será que ahora debemos aprender a mirar nuestros espacios inmediatos para conformarnos en unidad significante y desde allí pensar renovados espacios simbólicos donde podamos interactuar como humanos seres.

Aún más, será que llegaron los tiempos de reflexionar sobre la educación a partir del capital del conocimiento que privilegia el trabajo intelectual frente a las economías rentistas, o donde los oficios sustituyen las profesiones, al convertirse en elementos idóneos para solucionar situaciones en la inmediatez de las individualidades, y muchas veces en detrimento del colectivo. Mientras las grandes potencias apuestan por la meritocracia educativa con grandes inversiones en la calidad y herramientas para promoverla, apostando al futuro, un significativo número de países siguen apegados a un pasado belicista, donde todo gira alrededor de un prototipo de la idealidad heroica, o fórmula paradigmática para afianzar nacionalismos que en nada contribuyen a la formación de las nuevas generaciones.

Tan cierto como la pandemia, es que ha habido un encuentro en el hogar más allá de simple lugar de reclusión, hoy más que nunca el espacio para guarnecerse en todos los sentidos, esa aula que nunca cesa de impartir conocimientos a partir de experiencias intensas y sentidas, donde no existe un cartabón que especifique los pasos a seguir ante las circunstancias presentadas, y que parecían sólo existir en los trenes remotos de la historia, pero inexorablemente vuelven a repetirse de la forma más cruenta e inesperada, situación propicia para repensar la educación y sus escenarios con la mirada puesta en el sujeto y no solo y exclusivamente en los intereses ideológicos.

Ahora el aprendizaje no discrimina edades, razas o religiones, ya no todo está dicho bajo certezas argumentales, todo parece apuntar hacia lo que está por decirse en torno a la pandemia del COVID-19 y la apertura de renovados espacios significantes, que a más de una ‘nueva normalidad’ implican la inmersión en un complejo proceso de aprendizaje, que indudablemente requerirá de la fundamentación patémica como vínculo indispensable para poder comprender esa ansiada normalidad, para muchos, con profunda sujeción a la del pasado, para otros –en menos escala– la oportunidad para resarcir situaciones y reformular acciones más cónsonas y cercanas a la equidad social. Pero ciertamente, esa ansiada normalidad está fundada en la esperanza de vida, y con ella, las posibilidades del reencuentro físico.

Mientras, navegamos en un incierto mar de conjeturas alimentado por argumentaciones científicas, cifras de infestados y fallecidos, posibles orígenes del virus, alarmistas consideraciones religiosas sobre castigos divinos, o su atribución a una respuesta de la naturaleza por el maltrato infringido por el hombre. Todas ellas intercambian referencialidades a diario por diferentes medios de difusión masiva, originando los más disímiles comentarios, en momentos fortaleciendo el debate bajo sólidas interpretaciones; otras veces, banalizando el tema, pero siempre intentándolo conjurar desde los diversos actos enunciativos que intentan atenuar la amenaza y alimentar la esperanza.

Ante tales circunstancias, el acto de educar sigue representando una alternativa más allá de las instituciones cerradas por la pandemia o de los distanciamientos físicos, al ser entendido dentro de una pedagogía de la sensibilidad inmersa dentro de una cotidianidad, e impulsada por principios afectivo-subjetivos que crean verdaderas argumentaciones para acercar desde la empatía y la equidad; donde ser docente no es quien sabe más en un momento determinado, es quien posee la mayor experiencia para ofrecerla desde una conciencia del compartir con un otro sin ser sacado de su mundo primordial, sino reconocido en él como punto de partida del aprendizaje consustanciado con la vida, y hacer de ella, la asignatura indispensable para nutrirse de los esenciales conocimientos, e intentar educar en tiempos de pandemia.

*El Paraíso, marzo, 2021.

Doctor en Ciencias Humanas

Profesor Titular Universidad de Los Andes-Venezuela

Coordinador General Laboratorio de Investigaciones Semióticas y Literarias (ULA-LISYL)

Miembro Correspondiente de la Academia Venezolana de la Lengua. Correspondiente

de la Real Academia Española.

Blogspot: http://apuntacionessemioliterarias.blogspot.com/

Instagram: @hercamluisja



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